Por qué la vuelta de vacaciones puede ser un mal momento para nuestro cerebro (y qué hacer para solucionarlo)

Es común la creencia de que las fechas navideñas son la época del año más propicia para el incremento de suicidios en el hemisferio norte, tal vez por el ambiente gélido y oscuro del invierno sumado a los reencuentros familiares no siempre deseados. Sin embargo, parece ser que en el hemisferio norte, el verano gana en este sentido como peor época del año.

Según estudios como el estudio epidemiológico descriptivo de las muertes de etiología suicida ocurridas en Sevilla en el año 2004, que concluyó que el mayor número de suicidios (58,5%) se producen en el segundo y tercer trimestre del año (primavera y verano) y, por otro lado, un estudio realizado en Estados Unidos durante treinta y cinco años que llegó a la misma conclusión((Rachel C. Vreeman y Aaron E. Carroll, en British Medical Journal n. 337) ) es en verano cuando más personas se quitan la vida

El periodo posvacacional, un mal momento para nuestro cerebro

Màs allá de la decisión extrema del suicidio, en cuya ideación y ejecución pueden jugar factores de amplio espectro, lo cierto es que la época posvacacional suele ser un mal momento para nuestro cerebro por varios motivos, entre ellos los que detallamos a continuación

Sesgos cognitivos que influyen en la percepción de nuestra experiencia vacacional

A nuestro cerebro le gustan los atajos: al tener que organizar continuamente la información para predecir lo mejor posible la situaciones que iremos encontrando y adaptarnos a ellas, en ocasiones lo hace de forma automática tomando como base la información que poseemos o una estimación de probabilidades sobre aquello de lo que no poseemos información previa; de modo que a veces sucumbe -sin que seamos conscientes- a factores que distorsionan nuestra interpretación de la realidad (los denominados sesgos cognitivos). Ello también puede suceder en lo que respecta a las decisiones que tomamos sobre nuestras vacaciones y a la valoración de la experiencia vivida.

Unos de estos sesgos se refiere a nuestras preferencias respecto a sucesos placenteros y dolorosos en el tiempo: en general preferimos que las experiencias placenteras estén por venir a haberlas vivido ya, y preferimos que las situaciones negativas pasen a formar parte cuanto antes del pasado a tener que esperar a que sucedan en el futuro. Esto puede ser una de las razones por las que nos entristecemos al volver de unas buenas vacaciones. Y, también, de la euforia que sentimos al dejar atrás, antes de marcharnos, las tareas pendientes del trabajo o del hogar.

Por otro lado, a menudo somos también víctimas del denominado sesgo de impacto: a la hora de planear las vacaciones, puede que hayamos sobrevalorado la duración e intensidad de las emociones que los días de asueto nos provocarán, y por lo tanto pensáramos que nos producirían una felicidad más duradera, mientras que a la vuelta del descanso percibimos que no es así. Otra consecuencia de este sesgo cognitivo, es que podemos pensar que el malestar que nos causa la vuelta va a durar mucho más tiempo de lo que lo hará en realidad, lo que puede contribuir a incrementar su intensidad.

FOMO: el miedo a haberse perdido algo

Sucede que, al regresar de las vacaciones de verano, solemos reencontrarnos con las tareas desagradables que hemos dejado aparcadas al iniciar nuestro descanso, y al mismo tiempo, nos damos de bruces con las “experiencias placenteras” de amigos y conocidos desplegadas en las redes sociales.

El efecto FOMO en nuestra sociedad hiperconectada actual hace que las vacaciones de los demás nos parezcan mucho mejores que las nuestras: dado que, a la hora de planificar nuestros días de descanso, lo normal es que al decidirnos por una opción estemos renunciando a otras, a la vuelta puede resultar inevitable preguntarse ¿elegimos bien?¿ha sido la actividad que descartamos más interesante o emocionante que la que hemos vivido? ¿Y por qué nuestros amigos están presumiendo de haber realizado «el viaje definitivo» y nosotros nos lo hemos perdido al preferir ir a otro lugar, que, ahora, nos parece menos menos divertido?

El síndrome FOMO (“fear of missing out”, acrónimo en inglés de «miedo a perderse algo») ha sido estudiado y descrito como la angustia que aparece en algunos usuarios de las redes sociales cuando se ven privados de sus dispositivos o experimentan una disminución en la frecuencia de interacción (descanso, vacaciones, vida familiar, falta de conexión…) por temor a no enterarse de informaciones o eventos que ellos perciben trascendentales. Se trata de un tipo de miedo a la exclusión social, que aunque siempre ha existido (ya que nuestro cerebro nos empuja hacia la integración y aceptación por parte de un grupo de referencia), en nuestro tiempo se ve amplificado por las redes sociales; y puede causar desde frustración hasta ansiedad.

Desajustes en los relojes biológicos

En las profundidades de nuestro cerebro (concretamente, en la región medial del hipotálamo) se encuentra el núcleo supraquiasmático (NSQ), una especie de reloj central que gobierna el temporizador de todas nuestras células. Desde principios del siglo XXI los investigadores han descubierto que este reloj central trabaja sincronizando otros relojes periféricos situados en órganos y tejidos como el hígado, páncreas, riñón, pulmón, corazón, y tejido adiposo; a través de la de la secreción de hormonas y de la actividad del sistema nervioso vegetativo.

Y es que el organismo humano, así como el de todos los seres vivos, se rige por ritmos regulares, denominados ritmos circadianos. El más conocido es el ciclo sueño-vigilia, pero también la alimentación depende de este mecanismo de relojería.

Así, si no comemos cuando nos lo dicta nuestro reloj interno (cenando tardíamente o picoteando constantemente, por ejemplo, tal como solemos hacer en vacaciones) el ritmo circadiano de nuestro organismo puede desajustarse. Lo mismo sucede con el sueño: la melatonina, una hormona importante para la regulación del temporizador circadiano, se libera fundamentalmente por la noche e influye en nuestra predisposición a dormir; mientras que la luz solar y la luz artificial azul (tipo led) activan un tipo de fotorreceptores de nuestra retina conectados directamente con el NSQ, lo que le indica a nuestro cerebro que se mantenga despierto. De modo que, si permanecemos en ambientes luminosos durante gran parte de la noche, como muchas veces hacemos al estar de vacaciones, y nos levantamos tarde (perdiendo gran parte de la luz diurna), desajustamos el reloj interno que regula el ciclo sueño-vigilia.

Estos desajustes pueden resultar difíciles de revertir tras la vuelta a la rutina normal, cuando nuestros horarios deben cambiar necesariamente (aumentando tal dificultad según aumenta la edad); y ello puede influir en nuestro estado de ánimo y de salud.

Síndromes de adaptación

El sindrome postvacacional ha sido descrito recientemente como el estado psicológico caracterizado por cansancio, hastío y desencanto, anhedonia (incapacidad para el disfrute), inhibición, tristeza, malestar general, ansiedad, e incluso fobia social o síntomas físicos; que en ocasiones puede desarrollarse al volver al trabajo tras las vacaciones. Sin embargo, no está reconocida su existencia como psicopatología -dado que no aparece en los manuales de diagnóstico psicopatológico, como el DSMV- Según alertan expertos médicos y psicólogos, más bien sería fruto de una cada vez mayor  tendencia a considerar patológico cualquier malestar.  También llaman la atención sobre que ello puede conducir al consumo excesivo de psicofármacos.

En cualquier caso, aunque en principio no tenga rango de psicopatología, a la vuelta de vacaciones podemos sentir un malestar real, para el que necesitaremos abordar una solución, precipitado por uno o varios de los siguientes factores:

  • Nos encontramos súbitamente, tras el paréntesis vacacional, con las nuevas obligaciones laborales y familiares, con un ritmo de vida más estricto (rutinas para el trabajo, hogar, dormir, etc.) y con menos horas de sol.
  • Algunas estadísticas indican que cerca de un 70% de las personas no se sienten cómodas en sus trabajos, sufriendo una inadaptación crónica en su entorno laboral, que se pone de manifiesto con mayor fuerza al volver de las vacaciones.
  • El contraste con los días de descanso, en los que hemos buscado actividades para desconectar de lo que nos agobia y fomentar lo que nos estimula, puede realzar la frustración por no poder mantener durante el resto del año un estilo de vida armonioso y saludable. A ello se une en ocasiones retomar incertidumbres, carencias o sentimientos de falta de expectativas.
  • También es posible que nuestras vacaciones no hayan sido tan idílicas como sería deseable: quizás hemos sufrido el denominado “distrés vacacional”, es decir,situaciones de tensión y estrés provocadas por el contexto situacional , como por ejemplo contactos con miembros de la familia que habitualmente no vemos, la premura de los gastos económicos, las altas temperaturas, masificación en las carreteras y en las playas, cambios alimentarios con posible déficit en los principales micronutrientes (vitamina C, vitamina B, ácido fólico, hierro, magnesio, potasio y cinc), el riesgo de intoxicaciones alimentarias, etc., Estas son variables que someten a nuestro cerebro a un estado de alerta permanente y pueden hacer que volvamos más estresados y cansados que antes de las vacaciones. Además, pueden suponer un conflicto psicológico que se refleja en sentimientos contradictorios y el mecanismo de negación: después de tener unas experiencias desastrosas, de no disfrutar del hotel o del apartamento, de pagar lo que hemos pagado, de sufrir una gastroenteritis… ¿cómo vamos a reconocer que hemos tenido unas malas vacaciones?

En definitiva, parece verosímil que ante todos estos factores, en personas vulnerables, predispuestas o puntualmente debilitadas, el cerebro organice una respuesta en forma de síntomas de malestar que involucre a todo el organismo, y que Hans Selye denominó en los años treinta del siglo XX «síndrome general de adaptación» (SGA), similar a lo que últimamente se viene denominando “síndrome posvacacional”.

Qué hacer para solucionar el malestar posvacacional

Hay que tener en cuenta que es muy posible que el malestar desaparezca si dejamos transcurrir un período de adaptación, en torno a quince días; siendo conscientes de que este “síndrome postvacacional”( que tendrá diversos matices y más o menos intensidad según la idiosincrasia individual) está relacionado simplemente con un cambio, en este caso el paso de ese período de asueto a la vida previamente normalizada. Como a todo cambio, nuestro cerebro tiende a oponerse, movilizando los mecanismos psicológicos de adaptación y de defensa.

Para facilitar esta transición, podemos recurrir a diversas estrategias, como dar rienda suelta a la nostalgia ( aunque parezca paradójico, los investigadores han descubierto utilizando pruebas de resonancia magnética funcional que los sentimientos agradables vinculados a recuerdos felices pueden activar el circuito de recompensa del cerebro); concedernos permiso para estar mal o hacernos conscientes de nuestras distorsiones y sesgos cognitivos.

Sin embargo, puede que el malestar se prolongue durante más días o que nos encontremos incapaces de afrontar la adaptación por nosotros mismos. En tal caso,

¿Es conveniente acudir al psicólogo a la vuelta de las vacaciones ?

Aunque solemos asociar la intervención psicológica con sesiones de terapia de larga duración vinculadas a problemas mentales, lo cierto es que, según confirman en el gabinete de psicólogos Zaragoza, un profesional de la psicología puede ayudar en diversos ámbitos a paliar los problemas de adaptación que suelen estar en la base del malestar posvacacional, sin que ello suponga necesariamente un abordaje psicopatológico, sino aportándonos herramientas para desarrollar algunas fortalezas personales que nos hagan sentir mejor. Posibles ejemplos serían:

  • Potenciar la autoestima, especialmente en lo que respecta a sentirnos útiles y valiosos en nuestro entorno laboral y familiar.
  • Entender cómo funciona nuestra mente, comprender el malestar y normalizar, en la medida de lo posible, los síntomas.
  • Conocer la naturaleza y el mecanismo de las distorsiones cognitivas o errores que comete nuestra mente en la valoración de las situaciones y toma de decisiones, lo que nos ayudará a evitar la rumiación sobre sus consecuencias.
  • Entender el papel adaptativo de la envidia, la cual constituye una emoción perfectamente natural que ha evolucionado para avisarnos de cuándo estamos en desventaja con respecto a otros y estimular así el esfuerzo y la superación.
  • Diseñar y ejecutar una rutina de hábitos saludables.

Estas son solo algunas de las posibles pautas que los profesionales de la psicología nos pueden aportar, sin embargo, del mismo modo que la respuesta a la necesidad de adaptación depende de la idiosincrasia de cada persona, el acompañamiento psicológico en esta materia también debe ser totalmente individualizado.

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