6 preguntas frecuentes sobre inteligencia respondidas por la neurociencia

La neurociencia actual acumula evidencia científica suficiente para conocer cómo todo lo que hacemos surge directamente de la actividad del cerebro: desde organizar nuestros pensamientos y planificar nuestras acciones, hasta los impulsos motores necesarios para ejecutarlas; y todo ello independientemente de lo compleja que sea la secuencia que queramos realizar. Pero, a nivel intuitivo, nos damos cuenta de que hay diferencias individuales en la capacidad que los seres humanos tenemos para manejar tal complejidad. El intento de observar y medir estas diferencias en la capacidad de pensamiento dio lugar al constructo de inteligencia humana.

Se dice que es precisamente la complejidad de pensamientos y acciones que los seres humanos podemos llegar a elaborar, lo que nos diferencia de la mayoría de los animales. La cultura popular considera inteligentes a delfines, perros o chimpancés; sin embargo, pese a haber evolucionado desde un ancestro común a lo largo de trescientos millones de años, ninguno de estos mamíferos ha dado muestras evidentes hasta el momento de ser capaces de imaginar, resolver problemas complejos (como por ejemplo aritméticos) o disponer de habilidades creativas. ¿Significa esto que el cerebro humano tiene características que lo hacen especial?¿Es la inteligencia una de estas cualidades especiales?  

A continuación veremos cómo responden las investigaciones científicas a estas y otras preguntas relacionadas con uno de los temas que más curiosidad nos suscitan: la inteligencia humana

Todos tenemos una idea intuitiva de lo que puede ser la inteligencia. Es algo que nos parece percibir en otra persona cuando interactuamos con ella: automáticamente creemos saber si es más o menos “lista”. Pero esto no quiere decir, necesariamente, que sea fácil expresar el significado de lo que entendemos por inteligencia en términos científicos. De hecho, a día de hoy no hay consenso al respecto entre los expertos.

Si nos limitamos a intentar definir la inteligencia como una serie de capacidades cognitivas individuales, ya en 1996 la APA (Asociación Americana de Psicología) dictaminaba en un informe:

“Los individuos divergen en su capacidad para comprender ideas complejas, adaptarse al medio, aprender de la experiencia, adoptar diversas formas de razonamiento y superar obstáculos apelando al pensamiento y a la reflexión.”

Poco después se formuló una de las definiciones de inteligencia más citadas:

“Una capacidad muy general para razonar, planificar, resolver problemas, pensar de modo abstracto, comprender ideas complejas y aprender eficientemente. No es simplemente una habilidad académica concreta. Más bien, refleja una capacidad más amplia y profunda para comprender nuestro entorno, “dar sentido” a las cosas o “descubrir” qué hacer.” (L. Gottfredson, 1997).

Respecto a la medición de la inteligencia, el primer test de aplicación generalizada con este fin fue desarrollado por Alfred Binet, psicólogo francés que hacia 1905 encontró necesario hallar una forma de detectar aquellos niños que podrían presentar problemas en su progreso escolar, con el fin de prestarles especial ayuda. Desde entonces se han venido desarrollando diferentes tests focalizados en habilidades cognitivas específicas (razonamiento lógico, espacial o verbal, por ejemplo) con el objetivo de medir la distribución del espectro de la inteligencia, desde lo normal (los valores que arrojarían la mayor parte de la población) hasta los extremos inferior y superior.

En el transcurso de dichos desarrollos, se ha comprobado que las puntuaciones obtenidas por los probandos en tests de capacidades cognitivas múltiples (test de Stanford-Binet y escala Wechsler) correlacionan positivamente con las calificaciones escolares, lo que sugiere que son buenos predictores del rendimiento escolar. Pese a ello, se dan excepciones en ciertos casos específicos como los alumnos con sobredotación o trastornos del espectro autista, lo que ha llevado a desarrollar un gran número de baterías de test e incluso a recomendar protocolos específicos en la valoración de estos perfiles.

 Las puntuaciones de las diversas subpruebas en los tests de inteligencia suelen, a su vez, correlacionar entre sí, lo que indica que los tests están calibrando algún grado general de capacidad cognitiva. De hecho, se trata del factor de inteligencia general (g), que no se evalúa mediante un test propio, sino que se extrae por métodos estadísticos a partir de las puntuaciones obtenidas en varias pruebas de inteligencia. Esas puntuaciones de capacidades específicas podrían metafóricamente asemejarse a las medidas de distintas partes del cuerpo que un sastre toma a la hora de confeccionar un traje: el factor g sería la talla de la prenda.

Este es uno de los descubrimientos más robustos (por la cantidad de veces que ha podido replicarse) en la investigación psicológica: el hecho de que todas las pruebas de habilidades cognitivas estén correlacionadas positivamente entre sí implica que existe una capacidad mental común que explica estas asociaciones. A esta habilidad común Charles Spearman la denominó en 1905 factor general de inteligencia, de forma abreviada factor g . Ninguna prueba es una medida pura de g, sino que se trata de una estimación basada en la combinación de puntuaciones de una variedad de pruebas que sondean diferentes dominios cognitivos.

Para refinar aún más el modelo, Cattell estableció en 1966 la división del factor g en inteligencia cristalizada (Ic), relacionada con los conocimientos, que aumentan con la estimulación del entorno, el aprendizaje y la experiencia; e inteligencia fluida (If) conectada con la capacidad de razonamiento, elaboración de conceptos nuevos y nuevas relaciones entre conceptos conocidos, resolución de problemas y habilidades de adaptación a situaciones cambiantes. La inteligencia fluida sería dependiente del desarrollo neurológico, por lo que no se vería influida por las condiciones culturales o sociales. Así, aunque ambas inteligencias tienen un componente hereditario y de aprendizaje, el aspecto cultural tiene un mayor peso en la inteligencia cristalizada, y el biológico influye más en la inteligencia fluida.

El cociente intelectual (CI) es un concepto desarrollado a principios del siglo XX conforme a la hipótesis de que los niños, en su individualidad, podrían tener una “edad intelectual” diferente de su edad cronológica. El psicólogo francés Alfred Binet presentó en 1905 un test que medía, a través de tareas de dificultad variable, la edad intelectual individual de los alumnos; y cuyo objetivo era asignarles el centro escolar en el que cada uno debía cursar la enseñanza secundaria. Más tarde, Lewis Terman, psicólogo en la Universidad de Stanford, amplió aquel protocolo, dando lugar al test que actualmente conocemos como Escala de Inteligencia Stanford-Binet.

Sin embargo, se reconoce al psicólogo alemán William Stern haber elaborado realmente el CI, al relacionar en forma de cociente la edad intelectual con la correspondiente edad cronológica  y después multiplicar el resultado por 100; de lo que resultó un índice que fluctuaba alrededor de un valor medio de 100, tal como lo seguimos conociendo en la actualidad.

Considerando que la inteligencia permanece más o menos constante después de los primeros años de la adultez, parecía poco sensato, según fue avanzando la investigación en estos procedimientos, seguir aludiendo a la edad cronológica. El investigador David Wechsler escogió en 1932 como escala de medida la desviación individual de una persona respecto a la media de su grupo de edad cronológica. Wechsler fijó, por definición, el valor medio del coeficiente de inteligencia de una persona respecto a su grupo de edad en 100, considerando una desviación estándar de 15 puntos. Esta referencia es la que aún sigue vigente. No obstante, las tareas de los tests que valoran el CI deben actualizarse periódicamente, ya que la inteligencia de la población en conjunto cambia constantemente.

También se tiene en cuenta a la hora de construir las escalas el impacto de la inteligencia fluida y cristalizada. La primera refleja capacidad de ser flexible y responder con rapidez ante distintas demandas; la segunda denota haber adquirido conocimientos sólidos. Los expertos han comprobado que la inteligencia fluida disminuye paulatinamente a partir de los primeros años de la edad adulta, por razones biológicas; mientras que la cristalizada puede ir fortaleciéndose con las experiencias que aporta edad.

Incluso aunque existen marcos teóricos distintos del psicométrico para conceptualizar el constructo (por ejemplo distintos modelos de análisis factorial), en la actualidad la inteligencia se considera un rasgo consistente que puede medirse de forma fiable mediante los procedimientos probados y contrastados que dan lugar al CI. Y esto es así porque la mayoría de los tests de CI, entre ellos la Escala Wechsler, cumplen necesariamente cinco criterios :

  • Validez de constructo: Tareas en apariencia diferentes (por ejemplo, con números, formas o palabras) se encuentran estadísticamente muy relacionadas.
  • Validez de criterio: El CI de una persona predice su éxito académico y profesional mejor que otros rasgos psicológicos.
  • Estabilidad: A partir de los IO años más o menos, los tests de CI de la misma persona muestran una elevada concordancia, aun con decenios de diferencia entre uno y otro.
  • Fiabilidad (precisión de la medición): El resultado de dos comprobaciones independientes coincide
  • Escala de intervalo: Los valores de CI pueden calcularse y representarse en desviaciones estándar del valor medio.

Dado que el concepto psicométrico de la inteligencia es tenido en cuenta para el diagnóstico de trastornos, tanto en el DSM-V (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría) como en el CIE-10 (Manual de Clasificación de los trastornos mentales y del comportamiento de la Organización Mundial de la Salud); el CI constituye una medida importante para tomar como referencia en el desarrollo de los niños en edad escolar. Los tests de inteligencia pueden ofrecernos tanto un perfil del niño en lo que respecta a su aptitud académica; como, una referencia global y ajustada sobre sus capacidades, puntos fuertes y débiles; posibilitando la evaluación para detectar dificultades y también para comprobar los progresos en caso de intervención psicopedagógica.

Los test de inteligencia fiables son aquellos que están estandarizados, es decir, que han sido construidos y validados basándose en la Psicometría. Esta es una disciplina que forma parte de la Psicología, y que lleva desarrollándose y refinándose desde el siglo XIX. La finalidad de la Psicometría es medir, a través de la respuesta de las personas a determinados estímulos, diversas variables relacionadas con constructos tales como la inteligencia o la personalidad; dichas medidas son traducidas a puntuaciones que a su vez son normalizadas para su interpretación.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que las respuestas de la persona que completa una prueba pueden verse afectadas por múltiples factores, internos o externos (cansancio, desmotivación, distracciones ambientales, condicionamientos culturales…) que podrían dar lugar a resultados equivocados. Fue necesario entonces afianzar la validez y fiabilidad de dichas pruebas., lo cual se llevó a cabo a través de un marco teórico denominado Teoría de los test. El primer modelo, establecido por Spearman a principios del siglo XX,  determinaba que el resultado real de la aplicación de una prueba sería la suma de las puntuaciones obtenidas por la persona más la variable error, siendo ésta una cuantificación de los factores que pudieran considerarse contaminantes.

Posteriormente, en la década de los sesenta, Rasch formuló la Teoría de respuesta al ítem, cuyo modelo rige actualmente la elaboración de los test. Se trata de un marco teórico que considera una relación probabilística —mientras que en el anterior modelo era aditiva—, entre el rasgo que mide el ítem y la presencia de ese rasgo en la persona que responde. Lo cual hace especialmente importante, en el momento de diseñar las escalas, tanto la selección de una muestra representativa de población como la determinación del valor de los ítems.

En la actualidad, las pruebas de inteligencia estandarizadas se componen en gran parte de tareas diseñadas para detectar en qué medida la persona que los completa es capaz de extraer respuestas lógicas; ya que el pensamiento deductivo -aquel que llega a una conclusión particular, a menudo nueva, partiendo de una premisa general y conocida- es considerado un componente esencial de la inteligencia.

La construcción de la mayor parte de test psicométricos de inteligencia actuales ha tenido en cuenta así mismo la necesaria intervención de la memoria de trabajo (también denominada memoria operativa) que debe ser competente en mantener disponibles durante períodos muy cortos de tiempo los datos suministrados, operar con ellos (no necesariamente operaciones aritméticas, sino lógicas, verbales y abstractas), valorar posibles soluciones y seleccionar la correcta; así como la velocidad de procesamiento o tiempo que tarda la persona en elicitar la respuesta requerida.

Una de las características más importante de las pruebas estandarizadas de inteligencia general es la consistencia: la respuesta de la persona en las distintas tareas va a estar siempre estadísticamente relacionada, es decir, con independencia de que el proceso de razonamiento se lleve a cabo sobre tareas numéricas, verbales o visoespaciales, su rendimiento en la respuesta va a ser similar en todas ellas. Ello es coherente con la teoría del factor g de Spearman como capacidad cognitiva general.

Los test estandarizados de inteligencia han sido baremados previamente con una muestra representativa de aquel rango de población al que va dirigida su aplicación (por ejemplo, respecto a la escala Weschler, existe el WPPSI para preescolares hasta 6 años, el WISC que ha sido diseñado para aplicarse a niños y adolescentes entre 6 y 16 años, y el WAISC que es la versión de dicho test para adultos).

Por lo tanto, los test de inteligencia serán fiables siempre que se trate de pruebas psicométricas estandarizadas, escogidas e interpretadas por un profesional que disponga de nociones estadísticas;  conozca la estructura e indicaciones del test y sus normas de aplicación e interpretación; siempre teniendo en cuenta el perfil de la persona a evaluar y los objetivos de la evaluación.  

Un equipo de investigadores del del Instituto Nacional de Salud Mental de EE.UU. (NIMH), liderados por Philip Shaw (en la actualidad investigador en la Sección de Investigación Clínica Neuroconductual del Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano en Bethesda, Estados Unidos), estudiaron en 2006 imágenes de cerebros en desarrollo, provenientes de escáneres practicados a 307 estudiantes de todas las edades desde la infancia hasta finalizada la adolescencia. El estudio, publicado en Nature, se centraba especialmente en seguir el crecimiento de la corteza cerebral, dado que se trata de una estructura en la que tiene lugar el procesamiento más complejo de las informaciones que llegan al cerebro. La corteza cambia de forma y estructura más o menos hasta los 25 años; y Shaw descubrió que en los cambios propios de este período de desarrollo cerebral se iban reflejando también las diferencias en las puntuaciones de los tests de inteligencia.

Al estudiar cerebros adultos se han encontrado patrones semejantes: las personas con mayores puntuaciones según los tests de inteligencia parecen haber desarrollado algunas zonas corticales de mayor tamaño que el promedio. Shaw pensaba que algunos de esos patrones podían ser consecuencia de las condiciones ambientales en que dichas personas han vivido y se han desarrollado (por ejemplo, crianza familiar, mayores oportunidades para la educación y estimulación intelectual).

 Según Richard J. Haier (en 2016 profesor emérito de la Universidad de California, Irvine) ,

“ La inteligencia es un fenómeno cien por cien biológico, influenciado en mayor o menor medida por la genética y el ambiente; y todo lo relevante de esta biología tiene lugar en el cerebro”

Conforme este experto -que ha trabajado en investigación sobre inteligencia durante cuatro décadas- explica al respecto de sus investigaciones, parece que una alta inteligencia está asociada con cerebros más eficientes; en el sentido de una capacidad de procesamiento de la información más densa y rápida. Esto se extrae de algunos resultados en pruebas de imágenes cerebrales; que indican que mayor cantidad de materia gris en determinadas regiones del cerebro y más conexiones entre distintas áreas de éste se relacionan con más inteligencia.

Por otra parte, se ha demostrado que al responder a los retos planteados por las distintas subpruebas de un test de inteligencia, se activan numerosas regiones cerebrales que tienen en común estar radicadas en los lóbulos frontales y parietales (Román et al.. 2014)  Este resultado aporta consistencia a la teoría de la integración frontal-parietal de la inteligencia (P-FIT)  que fue propuesta en 2007 por Jung & Haier, así como revisada y actualizada en 2015 a través de un completo meta-análisis (Basten et al).

Las investigaciones más recientes sobre células piramidales de la corteza cerebral y el papel de la mielina en la sustancia blanca, unidas a las mencionadas anteriormente, nos dejan como conclusión que se puede considerar el sustrato de la inteligencia en el cerebro como una receta compuesta de diversos ingredientes en proporción variable: células piramidales de la sustancia gris que se encarguen de un procesamiento eficiente, la sustancia blanca como sistema rápido de transmisión, el riego sanguíneo óptimo como sistema de alimentación y una memoria de trabajo eficaz; por citar algunos.

Por lo tanto, pese a que no podemos decir que en el cerebro haya un “centro de la inteligencia”, las investigaciones apuntan a que la inteligencia humana está directamente relacionada con el desarrollo de la corteza cerebral; así como diversas habilidades cognitivas que componen lo que consideramos conducta o pensamiento inteligente (atención, memoria operativa, razonamiento, control ejecutivo) surgen en redes neuronales desplegadas a través de varias regiones de dicha corteza que requieren de fuertes conexiones entre sí.

El factor g ha sido desde hace décadas el punto central de muchas investigaciones sobre inteligencia, especialmente en estudios cuyo objetivo ha sido entender las diferencias individuales. Los estudios con gemelos e ingentes cantidades de datos, incluidos análisis de ADN, han proporcionado a muchos investigadores evidencia para llegar a la conclusión de que el factor g se halla influenciado principalmente por la genética. 

Plomin et al., en 2016, subrayaban que las pruebas sobre la relevancia de las variaciones genéticas en la configuración individual de los cerebros humanos “son abrumadoras”. No obstante, teniendo en cuenta, señalan los expertos, que no hay dos genomas iguales (Collins, 2010) las diferencias individuales, presentes en el inicio del ciclo vital, pueden expresarse de tal forma que aun las mismas circunstancias del contexto posean un impacto único, generando experiencias también individuales.

Por otro lado, aun deduciendo de lo anterior que el CI posee un marcado componente hereditario, es fácil observar en las poblaciones que aquellas personas con acceso a la educación, a una alimentación sana y a la atención sanitaria se encuentran más favorecidas por el ambiente para desplegar todo su potencial intelectual.

Tradicionalmente, los test de CI han provocado reticencias debido a la idea de que estas pruebas se utilizaban para seleccionar a las personas según un rasgo genético fijo e inmutable, como sería la inteligencia; lo cual discriminaría a quienes se encontraran en los tramos de puntuaciones inferiores. Sin embargo, como hemos visto eso no es así, pues aun cuando los test de inteligencia se hayan utilizado en preselecciones para acceder a estudios o puestos de trabajo; ello no quiere decir que la idea subyacente sea la inteligencia como rasgo genético inmutable ni que otras capacidades humanas no se tengan en consideración con la misma o mayor importancia.

La respuesta a esta pregunta se halla indudablemente condicionada por el enfoque que en la práctica le demos al término inteligencia, dentro de la variabilidad que hemos visto en su definición como constructo y en su medición.

Si consideramos, según todo lo mencionado anteriormente, que la inteligencia se basa en una serie de habilidades cognitivas dependiente en gran parte de la configuración cerebral individual y el funcionamiento neuronal; teniendo en cuenta la plasticidad sináptica, es más que factible que estas habilidades se puedan desarrollar intentando extraer todo el potencial genético presente en cada persona.

De hecho, aunque son pocos los estudios al respecto, un ejemplo que obtuvo resultados de mejora bien establecidos fue el programa de entrenamiento para fomentar el razonamiento lógico desarrollado por el profesor universitario e investigador Karl Josep Klauer en los años 90 del siglo pasado; denominado Denk-Training y basado en la siguiente premisa:

“Si la función principal de la inteligencia es permitir a los sujetos razonar inductivamente, entonces está claro que un mejoramiento en el razonamiento inductivo deberá incidir en el mejoramiento de la inteligencia (Klauer, 1998).”

Por otro lado, no hay duda en cuanto al papel de la escuela y las intervenciones psicopedagógicas en su contexto, respecto de los efectos positivos que aportan sobre el coeficiente intelectual y la mejora en el rendimiento académico. Existe evidencia irrefutable de que una educación estimulante correlaciona altamente con la inteligencia, incluso se ha demostrado que en circunstancias en las que los niños se ven privados de la escuela durante un período prolongado muestran significativas caídas en el coeficiente intelectual.

El reto de la neurociencia es descubrir en su totalidad cuáles son los procesos que despliegan la inteligencia humana y cómo llegan a desarrollarse. El reto de la educación es ser capaces de trabajar interdisciplinariamente con la neurociencia para descubrir cómo aprovechar en beneficio de los alumnos y de la sociedad todo el potencial de dicha inteligencia.
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