Aunque el estrés forma parte inevitable de nuestras vidas, entender los factores que influyen en la salud del cerebro y el bienestar personal es útil para descubrir diferentes técnicas que amortigüen el estrés. Este cometido empieza en reconocer que nos sentimos ‘estresados’ cuando las presiones reales o imaginarias exceden nuestra capacidad percibida de hacer frente a los factores que nos alteran.
Y es que sentir estrés no siempre es algo malo. Cuando el estrés es a corto plazo y manejable, motiva y facilita el aprendizaje e impulsa al cambio. El estrés solo se vuelve tóxico cuando es excesivo o duradero: cuando todas las situaciones nos afectan “demasiado”, momentos que se acumulan en que experimentamos sensaciones desagradables que denominamos como “estar estresados“.
Ahora bien, lo que puede ser estresante para mí, puede no ser estresante para otra persona, y viceversa: el contexto y las percepciones individuales importan. Así, del mismo modo que el contexto y las percepciones son importantes para los factores que generan estrés, cada uno de nosotros puede requerir diferentes enfoques para gestionar nuestras respuestas individuales al estrés.
Específicamente, el estudio -entre otros- de aquellas personas que demuestran resiliencia, es decir, capacidad de recuperarse satisfactoriamente de adversidades y adaptarse positivamente al estrés, ha llevado a los investigadores a comprender no solo cuáles son las estrategias de afrontamiento más exitosas en el manejo de retos difíciles y situaciones de crisis, sino también en la prevención para que el estrés del día a día no llegue a dar lugar a procesos patológicos.
Entender lo que hace que nuestro cerebro sea saludable y feliz (o no)
La salud y la felicidad de nuestro cerebro están influenciadas por múltiples factores en interacción, incluidos la biología, el mundo que nos rodea y nuestros pensamientos, sentimientos y creencias. Para habilitar respuestas eficaces a los diversos desafíos que pueden surgir en nuestra relación con el mundo, el cerebro produce un conjunto de reacciones al estrés físicas y cognitivas, altamente coordinadas y complejas.
En el plano cognitivo, el estrés afecta negativamente al cerebro, esto lo sabemos todos: cuando estamos estresados dormimos mal, nos volvemos irritables, experimentamos fallos de memoria y razonamiento, nos sentimos más «torpes»…Todo esto sucede porque el estrés causa un incremento de los niveles de corticosterona, que a su vez provocan la atrofia de las dendritas neuronales y suprimen la proliferación celular, reduciendo drásticamente la neurogénesis (formación de nuevas neuronas) en el adulto.
Cuando es crónico, el estrés puede acabar provocando un trastorno de ansiedad, lo que afecta al hipocampo, alterando negativamente el aprendizaje y la memoria.
En las personas especialmente resilientes, se ha comprobado que su nivel de la hormona del estrés vuelve a descender con rapidez tras una crisis; además de que en su caso, los procesos inflamatorios del organismo son más débiles. Por todo ello, pueden recuperarse antes de las situaciones estresantes y, al mismo tiempo, acostumbrarse a ellas. También sufren enfermedades metabólicas y cardiovasculares con menor frecuencia.
Asimismo, el cerebro de las personas resilientes produce más factor neurotrófico derivado del cerebro (BDNF), compuesto cuya función es catalizar el fortalecimiento de las conexiones sinápticas y la construcción de conexiones nuevas. La plasticidad resultante de este proceso fortalece la atención y la memoria, acelerando la recuperación tras las adversidades. También se ha comprobado que el hipocampo, una región del cerebro esencial para el funcionamiento de la memoria, se ve privado de este tipo de neurotransmisores en las condiciones de estrés crónico.
Evidencias sobre cómo el estrés se relaciona con enfermedades
A nivel fisiológico, hoy en día no existen dudas sobre la influencia de las tensiones psicológicas y del estilo de vida en el desarrollo de las enfermedades. Los psicólogos especializados en el campo de la salud analizan desde hace tiempo esta relación e investigan alternativas para prevenirla. Sabemos que un “ruido de fondo” de estrés continuo a largo plazo o también el estrés excesivo a corto plazo, pueden aumentar nuestro riesgo de desarrollar afecciones médicas graves como colesterol alto, enfermedad coronaria, hipertensión, accidente cerebrovascular y enfermedades autoinmunes.
Bien es cierto que durante un tiempo se sobrestimó la importancia del estrés en el desarrollo de ciertas enfermedades: un ejemplo fue la úlcera de estómago, cuyo auténtico causante resultó no ser el estrés, sino la bacteria Helicobacter pylori.
Sin embargo, está comprobado que la sobrecarga psíquica puede suponer el punto de partida y evolución de muchos problemas de salud, al modificar la situación inmunitaria. Es decir, no ser necesariamente la causa, pero sí jugar un papel en detrimento del sistema inmunitario, como demostró Sheldon Cohen, de la Universidad Carnegie Mellon, cuando publicó en los años 90 del siglo XX un estudio en New England Journal of Medicine sobre el efecto negativo del estrés en las infecciones respiratorias. Para ello, Cohen diseñó un experimento en el que expuso a voluntarios a virus causantes del resfriado; hallando una clara correlación entre el grado de estrés de los afectados y la intensidad de los síntomas. En otros estudios se ha confirmado también el efecto del estrés sobre el asma, las alergias e incluso la artritis reumatoide y la esclerosis múltiple.
En 2004, Suzanne Segerstrom y Gregory Miller publicaron un metaanálisis de más de 300 estudios sobre el modo en que operan las distintas sobrecargas psíquicas que pueden afectar al sistema inmunitario, así como un resumen especial de la investigación sobre el estrés en los 30 años anteriores. En su revisión, Segerstrom y Miller aportaron los primeros indicios sobre el refuerzo mental de nuestras defensas: señalaron que las situaciones de estrés breves activan la inmunidad innata; por ejemplo, si se le pide a un estudiante que improvise un discurso o que resuelva mentalmente un cálculo matemático, el número de células de defensa naturales se incrementa en muy poco tiempo.
Pero el estrés permanente resulta aún más peligroso. El estrés permanente, que surge cuando el afectado pierde su sentido de identidad, su papel social, o su estatus vital; tiene un efecto bastante distinto: por ejemplo en casos como el descubrimiento de una enfermedad crónica, un accidente causante de una tetraplejía, o la pérdida del puesto de trabajo. Un análisis de casi 40 estudios reveló efectos negativos claros para la inmunidad. Ya en 1966 el equipo de Janice Kiecolt-Glaser, de la Universidad de Ohio, demostró que las personas que cuidan de su pareja, aquejada de una enfermedad de Alzheimer, producen anticuerpos bastante menos eficaces cuando son vacunadas contra la gripe. En la prolongación posterior del estudio, varios años más tarde, el mismo equipo comprobó que los afectados siguen siendo más vulnerables a la enfermedad durante años.
El papel de la genética versus el ambiente en la respuesta al estrés
Por otro lado, los genes que heredamos y los factores ambientales influyen en el comportamiento humano. De hecho, ratones criados para ser genéticamente idénticos y que han sido tratados del mismo modo en el laboratorio muestran diferencias en su capacidad de aprendizaje, en la forma de superar temores y en las respuestas ante el estrés, incluso aunque tengan la misma edad, pertenezcan al mismo sexo y hayan recibido los mismos cuidados. Sin duda, algún otro proceso debe estar interviniendo en dicha respuesta.
Esto también fue constatado por los investigadores Michael Rutter y Edmund Sonuga-Barke, del King College de Londres, quienes a principios de los años noventa del siglo xx iniciaron el seguimiento de 144 huérfanos rumanos del total de 324 que habían llegado a Gran Bretaña para ser acogidos en adopción, una vez derrocado el dictador Ceaucescu. El fin del estudio era investigar el desarrollo de los niños, centrándose en lo que respecta a la resiliencia. Entre ellos había varias parejas de gemelos. Según observaron, los factores hereditarios que influían en la actividad de los neurotransmisores serotonina y dopamina correlacionaban de manera notable con la resiliencia. En concreto, los niños con una determinada variante del gen para el transportador de serotonina (DAT1) padecían más trastornos de atención y concentración. A su vez, los portadores de una versión corta del gen para el transportador de serotonina (5-HTTLPR) mostraban una mayor inestabilidad emocional dado que, al parecer, la variante corta del 5-HTTLPR contribuye a que vuelva menos serotonina desde el espacio sináptico hacia la neurona.
Pero la configuración genética por sí sola no determina a la persona. De esta manera, los «genes negativos» no implicarían necesariamente problemas, pues precisan de la interacción con el ambiente para constituir un riesgo de expresión, según muestran los estudios llevados a cabo con gemelos. Hoy en día, los investigadores de la epigenética se preguntan sobre las interacciones entre la genética y el ambiente. Esta rama de investigación, relativamente reciente, estudia cómo y cuándo se descodifica la información hereditaria de las células del organismo, mediante interruptores bioquímicos que se activan o desactivan siendo modulados, en parte, por el ambiente. Si bien ello ya ocurre en el útero materno, ahora sabemos que también las experiencias en la edad adulta (sobre todo las experiencias negativas) pueden transformar la expresión genética.
Estrategias prácticas para combatir el estrés basadas en la neurociencia
Según los antecedentes que hermos repasado, un marco útil para estudiar diferentes formas de amortiguar el estrés, es encuadrarlas según los factores que lo determinan.
Determinantes biológicos o fisiológicos de la salud cerebral
Incluyen los genes, las hormonas, el sistema inmunológico, la nutrición, el ejercicio y otras opciones de estilo de vida.
Estrategia: modifica tu biología
Con el fin de poner en práctica los buenos propósitos, por ejemplo, llevar un estilo de vida más saludable, es necesario planificar lo más exactamente posible el comportamiento deseado y prever los posibles contratiempos de antemano. Para combatir el estrés incidiendo en los factores biológicos que lo provocan, es importante:
- Dormir bien y disfrutar de una siesta
El sueño es uno de los pilares de la buena salud del cerebro. Mientras dormimos, el cerebro consolida los recuerdos y lleva a cabo un proceso imprescindible de “limpieza” que parece protegernos del desarrollo de enfermedades como el Alzheimer y la demencia. El sueño también nos ayuda a manejar el estrés al ayudar con la regulación emocional y el manejo de los niveles de cortisol.
Se cree que dormir alrededor de 7 a 9 horas cada noche es lo que requiere una persona adulta para una buena salud. Una estrategia complementaria para reducir el estrés es también tomar una breve siesta por la tarde . La siesta es una excelente manera de “resetear” el cerebro tras los factores estresantes del día, al mismo tiempo que suaviza las emociones y aumenta la claridad mental.
Para las personas a quienes les cuesta dormir, existen en el mercado diversas líneas de relajantes musculares y corporales que, sin ser medicamentos, aportan el bienestar que el cuerpo necesita para practicar técnicas de relajación que conduzcan a frenar el estrés e iniciar el sueño.
- Ponerse en movimiento
Hombros apretados, respiración superficial, dolores de cabeza por tensión y sensación de agobio, son síntomas físicos de estrés. El ejercicio puede ayudar a revertir los efectos del estrés al liberar la tensión muscular, aumentar los niveles de oxígeno, segregar las hormonas del bienestar (endorfinas), y al mismo tiempo usar el exceso de adrenalina y el cortisol liberado como parte de nuestra respuesta al estrés.
Realizar regularmente el ejercicio suave más afín a cada uno es una de las maneras más fáciles de reducir los niveles de estrés, más fácil que las estrategias basadas en el pensamiento o la atención plena, ideal para avanzar mientras se dominan éstas. Para muchas personas, el ejercicio se convierte así en una efectiva meditación en movimiento . El ejercicio al aire libre y acompañados también se ha relacionado con un mejor estado de ánimo.
Cuando te sientas estresado, muévete de una manera que te guste: sal a caminar, ve al gimnasio, nada en el mar, toma clases de baile, ¡incluso las tareas domésticas pueden aumentar tu ritmo cardíaco!
Determinantes externos de bienestar
Incluyen factores sociales y ambientales, eventos de la vida, educación, circunstancias actuales y antecedentes familiares.
Estrategia: cambia tu entorno
- Pasar tiempo en la naturaleza
El sol, la luz y el aire fresco son una forma natural de ayudarnos a desconectar de las preocupaciones y ganar perspectiva. De hecho, estudios como el de Marselle, Irvine & Warber (2013) han encontrado que pasear en la naturaleza -en comparación con hacerlo en la ciudad- se asocia a reducciones en el nivel de estrés percibido y en la afectividad negativa
Otro interesante estudio, realizado en 2003 por Coble, Selin y Erickson, en el que se realizaron entrevistas semi-estructuradas a personas que practicaban senderismo, enfatizaba los beneficios de caminar en solitario: los participantes manifestaron que caminar solos les reportaba sensaciones de libertad, mayor control personal, autonomía, así como una oportunidad para reflexionar sobre algunos aspectos de sus vidas. Los caminantes solitarios decían experimentar sensaciones de calma, paz, de estar absortos en la actividad, sin sentir distracciones, y regresando “con las pilas cargadas“.
El tiempo en la naturaleza ayuda a mejorar el estado de ánimo, reduce la presión arterial y puede aumentar nuestra capacidad de concentración. La exposición a la luz del día también puede ayudarnos a dormir mejor, ya que la luz regula nuestro ciclo natural de vigilia y sueño (ritmo circadiano).
Si bien debemos ser prudentes con las radiaciones solares, exponernos regularmente a la luz del sol puede hacernos sentir mejor y elevar nuestro estado de ánimo, gracias a los efectos de la vitamina D y la serotonina, que aumentan con la exposición al sol.
- Conectarnos con otros
Nuestros cerebros están cableados para la conexión. Nacemos como animales sociales y tenemos una necesidad fundamental de calidez y conexión humanas, especialmente cuando estamos estresados.
Cuando nos conectamos con amigos y seres queridos, se libera en nuestro cerebro la hormona del enlace, la oxitocina. La oxitocina no solo nos hace sentir bien, sino que también reduce nuestro estrés y contrarresta los efectos del cortisol.
De hecho, las competencias y relaciones sociales parecen ser uno de los factores de protección que contribuyen a la resistencia mental de las personas resilientes: éstas suelen destacar por un comportamiento más prosocial, tienen un autoconcepto más positivo y afrontan los problemas de manera más activa. Suelen estar más dispuestas a construir una red social y a mantenerla. Todo lo cual les proporciona, a su vez, soporte emocional, ayuda práctica y modelos de referencia (por ejemplo, de otras personas que salieron fortalecidas de situaciones de crisis).
También las habilidades empáticas y la tendencia a ayudar a otros son características que se dan frecuentemente en las personas resilientes. Así, muestran un mayor interés por las actividades que favorecen el bienestar de los demás, lo que a su vez refuerza el vínculo con otras personas.
Algo a tener muy en cuenta es que las buenas relaciones alargan la vida: los investigadores han constatado de diversas maneras que las relaciones sociales influyen positivamente en el sistema inmunitario, circulatorio y hormonal.
En 2010, los psicólogos Julianne Holt-Lunstad y Timothy Smith, de la Universidad Brigham Young, analizaron cerca de 150 estudios en los que habían participado un total de 300.000 sujetos. Hallaron que los vínculos sociales prolongan la vida, con independencia de factores como la edad, el sexo y el estado de salud.
Determinantes intrapersonales para el éxito en el afrontamiento:
Incluyen pensamientos, emociones, mentalidad y sistemas de creencias.
Estrategia: cambia tu forma de pensar
- Atención plena
Cuando nos preocupamos por un problema futuro o nos arrepentimos del pasado, la inquietud y los pensamientos rumiativos pueden afianzarse y causar estrés e incluso ansiedad. Las prácticas de atención plena entrenan a nuestro cerebro a permanecer aquí y ahora.
La reducción del estrés basada en la atención plena (MBSR, por sus siglas en inglés) se ha observado que es efectiva para amortiguar el estrés. Al volver a centrar nuestra atención en el momento presente, sintonizarnos con nuestros sentidos y usar nuestra respiración para disminuir nuestro ritmo cardíaco, podemos desactivar nuestra respuesta al estrés.
Los ejercicios de respiración lenta y profunda evocan la respuesta de relajación. Una forma útil de practicar la respiración profunda es usar la siguiente técnica: Inhalar durante cuatro segundos. Aguantar la respiración durante cuatro segundos. Exhalar durante cuatro segundos. Luego, hacer una pausa de cuatro segundos antes de tomar la próxima respiración. Durante series de cuatro repeticiones, hasta que nos notemos calmados.
- Repensar la respuesta al estrés
Cómo pensamos acerca del estrés tiene un efecto considerable en nuestro cuerpo. La psicóloga de la salud Kelly McGonigal explica en sus charlas cómo la creencia de que el estrés es perjudicial es lo que hace que éste no sea saludable, no tanto el estrés en sí.
La percepción negativa del estrés hace que el cuerpo cambie las maneras en que nos hemos relacionado con la enfermedad y la reducción de la esperanza de vida. Sin embargo, ver la respuesta al estrés como útil y prepararnos para el desafío que tenemos por delante, puede impedir que nuestro cuerpo responda con más estrés y nos haga sentir mal.
La próxima vez que te sientas estresado, toma conciencia de los síntomas de estrés (corazón acelerado, las palmas de las manos sudorosas…) y analiza si puedes volver a enmarcar estas sensaciones. ¿Puedes repensar la sensación de estrés como una descarga de energía, emoción o anticipación útiles?
- Entrenar la resiliencia
La flexibilidad cognitiva, la habilidad de reanalizar las propias vivencias y actitudes y adaptarse de manera flexible a las condiciones ambientales cambiantes, se ha descrito como uno de los pilares fundamentales de la resiliencia. Martin Seligman, de la Universidad de Pensilvania y fundador de la psicología positiva, desarrolló un programa de entrenamiento para transformar los pensamientos catastróficos («Todo esto no tiene sentido» o «No puedo conseguirlo», por ejemplo). Seligman ha creado el concepto de «optimismo aprendido» como instrumento importante para reconocer y reinterpretar este tipo de convicciones destructivas.
Las personas resilientes tienen, además, lo que el médico y sociólogo Aaron Antonovsky (1923-1994) denominó, en los años ochenta del siglo pasado, sentido de coherencia. Sería una especie de orientación vital básica, caracterizada por encontrar un sentido a todo lo que se experimenta. De este modo, las personas con sentido de coherencia hallan una explicación serena para las crisis y los golpes del destino, y consideran que poseen suficientes recursos para superarlos. Ello las convierte en especialmente resistentes al estrés.
Pero hay que tener en cuenta que buscar un significado más profundo y la cara positiva de lo vivido no implica evitar las consecuencias dolorosas. Sentimientos como la tristeza y la nostalgia tras una ruptura de pareja o la preocupación tras un despido laboral son razonables durante un determinado tiempo: el período de duelo. Las personas resilientes suelen aceptar antes lo ocurrido y ven una oportunidad para comenzar de nuevo. Ello refuerza, una vez más, su aptitud para resistir.
Finalmente, las personas resilientes suelen emplear estrategias de resolución orientadas al problema, buscan la ayuda de los demás y están más convencidas de poder lograr sus metas a pesar de todos los obstáculos.